CACERES

Dehesas, campos de encinas y alcornoques, Nos acercamos a Cáceres y ya distinguimos sus torres y las cigüeñas en los altos nidos de la ciudad.

Nuestro recorrido tiene su punto de partida es la Plaza Mayor, porticada, llena de terrazas, siempre alegre, transitada una y otra vez por cacereños y turistas. Es mercado, ágora, paseo. Sobre ella se alza la Torre Bujaco, construida por los almohades en SXII, sobre cimientos romanos.

Al subir las escaleras y atravesar el Arco de la Estrella (obra de Churriguera), nos invade la sensación de haber cruzado el tiempo. Llegamos a un espacio nuevo, abierto a varios caminos: los laterales llevan a la muralla y el de enfrente nos ofrece torres, palacios, iglesias, conventos…, ejemplares góticos, platerescos y renacentistas. Dicen que es el conjunto monumental mejor conservado de España. La mayor parte de los edificios que nos encontramos pertenecen al S XV, son las mansiones con las altivas torres de los Solís, los Golfines, los Ovandos, los Carvajales, los Mayoralgo…, familias repletas de ambiciones, intrigas y traiciones. Hasta que llegó Isabel la Católica y ordenó desmocharlas todas, salvo las de sus leales. Las fachadas lucen los escudos de las familias propietarias y en la de los Golfines se añadió el de los Reyes Católicos, agradecidos por darles alojamiento en una de sus visitas a la ciudad. Seguimos con la saga real de nuestra historia con la sombra de Felipe II, tras ser coronado rey de Portugal, recorriendo el Palacio Episcopal.

Otra construcción insigne es la iglesia barroca de S. Francisco Javier, construida por los jesuitas poco antes de su expulsión, con un aljibe en su planta subterránea. Dentro de las murallas también encontramos la judería vieja que conserva su trazado original, de calles empinadas y estrechas, alguna sin salida. Arte e historia nos rodean.

Pero no todo es antigüedad en Cáceres. Cuenta con el Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear que reúne la colección privada de arte contemporáneo más completa de Europa. Está ubicada en un precioso edificio modernista con una ampliación del estudio Tuñon y Mansilla. Allí podemos ver a Goya y sus Caprichos, las vanguardias con Picasso, Kandinsky, Klee…, pintores españoles de la segunda mitad del XX y artistas pioneros destacados del panorama actual. Un motivo más para visitar esta hermosa ciudad.

YUSTE

Pueblos de La Vera, en las faldas de la sierra de Gredos, agitados de cerezas y pimentón. Y agua, agua por todas partes, en las fuentes y las acequias. Un lugar de agreste belleza y aire de paraíso perdido fue el elegido por Carlos V, para acabar sus días. Yuste es el refugio para un hombre con sensibilidad renacentista, que renunció al poder para preparar su encuentro con la muerte. Y allí murió de paludismo el 21 de septiembre del “año del señor de 1558”, según reza una placa situada en la galería de acceso al palacete.

Donde solo existía un modesto monasterio, se construyó un palacio de traza muy sencilla, que recuerda las villas italianas. en el que se rodeó de todas las comodidades posibles en su tiempo El dormitorio con una ventana sobre el templo para que el emperador pudiese ver el altar mayor desde la cama y así asistir a los oficios cuando estaba enfermo. El interior fue decorado con tapices flamencos y cuadros, en su mayoría retratos de la familia, pintados por Ticiano. Mapas, relojes y libros de religión, historia y astronomía ocupaban sus horas. Allí llegaban los correos de su hijo Felipe, comentando los asuntos de estado. Y le visitaban embajadores, miembros de la nobleza y su hijo natural, Juan de Austria, alojado en la vecina aldea de Cuacos de Yuste.

La viajera de hoy, después de recorrer la iglesia, el claustro gótico, el renacentista, el refectorio y el palacio, al hilo del relato histórico que va desgranando el guía que la acompaña (David Tierno), sale con la sensación de haber visitado el austero lugar por donde, en ese momento puntual del SXVI pasó la historia de Europa. En su recuerdo aquí se hace entrega, cada año, del Premio Europeo Carlos V a la divulgación y engrandecimiento de su cultura y valores.

TRUJILLO.

“Si fueras a Trujillo por donde entrares/ hallarás una lengua de berrocales”, así dice una vieja copla y está en lo cierto. Trujillo está erguido sobre una inmensa mole de granito. Un suelo de piedra y las casas de la misma piedra.

Entramos en la imponente Plaza Mayor donde nos recibe la estatua ecuestre de Pizarro, sobre un fondo de torres y palacios. Allí se alzan las esplendidas casonas, construidas durante el Renacimiento, de los duques de S. Carlos, de los marqueses de la Conquista, de Piedras Albas, la Casa de la Cadena y el Consistorio Viejo. Toda esta nobleza procede de aquellos hombres que un día emprendieron la aventura del Nuevo Mundo y, a su vuelta con oro y plata, se convirtieron en señores. El descubrimiento de América produjo enormes riquezas y dejó numerosos monumentos por Extremadura, pero en Trujillo el esfuerzo y la aventura de sus hombres quedó sellado en piedras labradas.

Esta magnífica plaza, toda ella porticada, se usó también para ferias y mercados. Los soportales de cada lateral acogían a los distintos vendedores, reservándose los menos soleados para los comerciantes de carnes y verduras. Hoy el panorama se ha uniformado, todos son cafeterías y restaurantes que la inundan. Bajo sus sombrillas, en esta mañana calurosa, se oyen conversaciones con acentos de otras tierras y lenguas lejanas.

Pero la “villa” amurallada, a la sombra de un castillo árabe, muy bien conservado, nos llama desde su plataforma rocosa. Por sus viejas y empinadas callejuelas descubrimos un muestrario de épocas y estilos. Mansiones señoriales (de los Orellana, Pizarro, Chaves Calderon…), conventos y la iglesia románica de Santa María asentada sobre una desaparecida mezquita. Haciendo un esfuerzo subimos las escaleras que conducen a la puerta del templo. Aparte de un retablo de estilo hispano flamenco vemos en el suelo las lápidas mortuorias con nombres que nos remiten a tiempos de conquista.

Pero aún tenemos que seguir subiendo hasta alcanzar el castillo. Este fue construido entre los siglos XII y XIV, sobre una antigua alcazaba árabe, que alberga en su interior la ermita de S Pablo. El esfuerzo nos permite contemplar, desde lo alto, toda la ciudad que ha ido creciendo extramuros y las hileras de chopos y sauces que marcan el curso de los ríos que riegan sus campos.

Entre las piedras de la muralla, de la que solo se conservan cuatro puertas, vivieron caballeros y damas, monjes y gente del pueblo que, podemos imaginar en aquellos años del siglo XVI, cuando llegaban todos los días noticias de tierras lejanas, de riquezas inauditas, de sueños y esperanzas. Cosas increíbles que adornadas por los marinos y soldados veteranos iban sembrando la ilusión de los lugareños. Toda la aventura americana cobra vida en los escudos que decoran las fachadas y en los nombres de las tumbas que llenan las iglesias.

Después de todo el recorrido, lo que hoy vemos es una ciudad luminosa y apacible que, junto con Cáceres, son las mejor conservadas de España. El calor y el cansancio invitan a disfrutar de una cerveza en su Plaza Mayor mientras revivimos esa parte de nuestra historia escrita por esos hombres que un día salieron de estos lugares y cuyo recuerdo perdura en estas piedras centenarias.

GUADALUPE

“Cuatro días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio; digo comenzaron, porque acabarlas de ver es imposible». Estas palabras las escribió Miguel de Cervantes después de visitar el monasterio y ofrecer a la Virgen de Guadalupe las cadenas de su cautiverio en Argel.

Guadalupe es el monasterio mariano más antiguo de España, lugar de peregrinación y emporio de cultura. Aquí se formó una de las grandes bibliotecas del S XV y todavía guarda documentos de los grandes episodios de la historia de España. Libros escritos en papel o pergaminos por los escribanos del monasterio: códices, legajos, bulas, inventarios…  Entre ellos destacan las partidas bautismales de Cristóbal y Pedro, los dos indios traídos por Colón y bautizados en la fuente que existe frente a las escaleras de acceso al monasterio, un inventario de las joyas de la Virgen, donadas por Hernán Cortés, y el gran legado documental de los Reyes Católicos. Los libros miniados ya ocupan, por si solos una sala del museo.

Fundado en 1340, por Alfonso XI, ha sido fortaleza y convento. Los milagros de Nuestra Señora, como la aparición de la Virgen a un vecino cuando iba a despellejar una vaca muerta, tan inverosímiles para las mentes actuales, atrajeron a muchos peregrinos.  Por la red de caminos que unen importantes localidades castellanas y extremeñas con el monasterio, llegaban gentes del pueblo y también grandes personajes. Aquí firmó Isabel la Católica las cédulas donde ordenaba equipar las carabelas del Descubrimiento. Entre estos muros se reunieron Felipe II y el Duque de Alba con el rey don Sebastián de Portugal, para hacerlo desistir de su aventura africana. Y D. Juan de Austria trajo, como ofrenda a la Virgen después de la batalla de Lepanto, el fanal de la galera capitana turca. El fervor a Guadalupe a través de los siglos dejó ladrillos mudéjares y piedras góticas, barrocas y neoclásicas. La iglesia, reconstruida en el S XVIII, tiene un magnifico retablo y una de las más hermosas verjas de hierro forjado que hemos visto en España.

Las viajeras que, esta tarde de mayo, se acercan al monasterio vienen ansiosas por pisar estas piedras centenarias y disfrutar de las maravillas que encierra. Traíamos concertada una visita (el monasterio no admite más que sus propios guías) y ya nos habían prevenido: “más que guías son abre puertas”. Una ligera explicación y “sigan ustedes viéndolo”. No les faltaba razón. Nos juntaron con otros grupos y empezamos el recorrido. Un claustro gótico, otro mudéjar, el tesoro de la Virgen, la sacristía decorada con ocho maravillosos cuadros de Zurbarán, otros del Greco y de Lucas Jordán. La sala de los mantos y ternos bordados por los propios frailes y la de los libros miniados. Todo en una hora y demasiada gente al mismo tiempo. Los cinco euros de la entrada no daban para más. Una decepción. Había visitado el monasterio, una tarde de invierno de hace veinte años, con un pequeño grupo y sin guía. Guardaba un gran recuerdo de aquel lugar que me había impresionado. Hoy parece que todo está organizado para hacer caja.

Menos mal que la iglesia era de entrada libre y pudimos dedicarle más tiempo. Allí pudimos ver los sepulcros de Enrique IV y de su madre María de Aragón. Y, en la capilla de Santa Ana, el sepulcro gótico de la familia Velasco. Al final, cansadas nos sentamos en los bancos, para contemplar la verja que cierra el presbiterio y el retablo.

Que lejos de aquellos siglos en que era un lugar sereno y silencioso, solo roto por el tañido de las campanas, el canto de los monjes y los rezos de los devotos peregrinos. Gentes que venían en acción de gracias y llevaron la devoción a la Virgen al Nuevo Mundo. En aquel ambiente recogido en el que Zurbarán, el gran artista extremeño, pintó con gran maestría esos cuadros que describió Rafael Alberti

“…nunca la línea revistió más peso / ni el alma paño vivo en carne y hueso”